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lunes, 19 de agosto de 2013

Conurbánico: hormigas.

No se podría saber cuantos de sus pequeños pasos había arrastrado hasta allí mismo, dónde las zapatillas se fundían con el gris casi amarillesco, bajo el alto andén trasero de aquella estación del tren. En el trémulo silencio, sin embargo se encontraba él, vestía pantalones azules y un pequeño buzo verde azulado; en sus manos asia con ahíncos una pequeña gorra. De a ratos la estrujaba con alguna fuerza o con alguna duda, pero la retorcía. Sus movimientos seguían el camino de hormigas, que ingresaba junto enfrente de sus ojos, al costado derecho de ese pilar rojizo de la Virgen de Lujan, que indómito en su eterna piedad sonreía. En sus pies, el tesoro de ese camino interminable que se perdía en la lejana Bella vista de hormigas, unos trozos de pan. Con atónito, el niño observaba como ingresaban los pequeños bichos, pero no lograba ver su salida. Sin embargo, parecía, al mediodía la menor de las cuestiones a atender. No lograba poner en palabras cuántos números se caminaba desde el trayecto de su casa hasta allí, pero si sabía porque precisaba algo de pan; Algo de la virgen escuchó, sin embargo, por las plegarias que escuchaba de Horacio, detrás de sus paredes cercadas dónde dormía por la noche. Decía, aquel hombre húmedo de trapos, que a él siempre le causaba una mezcla de espanto e ininterminable gracia, que juraba cada año alguna promesa, pedía algo de pan, otro de abrigo, y que desde que caminaba, no sabría decir qué distancia, no le ha faltado más que sueño, pero el siempre decía que eso era más culpa de él, de sus andares taciturnos: el siempre hablaba raro. Entonces, nada perdía y con el rostro pegado a ese vidrio, sobre el azul y blanco de ese invierno dudoso, prometió algo que no dijo en voz alta, sino conjurando fuertemente con los ojos cerrados, a cambio de por un día, ser una hormiga.

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