Humedad
na
brisa de otoño corría por los páramos de aquella esquina gris, que de mis ojos
brotaba y se extendía, hasta vaya saber que calle. Realmente jamás fui muy
bueno con los nombres, menos hoy. Vacilé antes de subir al 53, no por la
cantidad de gente, era de esperarse que un viernes a esa hora no consiguiera
asiento, ni los de adelante, que siempre los dejan libres, para que yo los tome
y a los segundos los pierda. Era el gris. Mi propio gris, el de la esquina, el
de mi remera, el del asfalto que a medida que llegaba a mis pies, el agua
mediante de un balde que a metros desparramaba la rubia de la Colchonería, el de mi
ojos que se perdían a través de un fino cordón de la calle, que despintado
subía hasta perderse en un recoveco entre dos paraísos, y allí más agua.
La misma agua de dos días, que pisé
con ahínco a medida que a paso
apresurado me acercaba, una vez más como todos los viernes a la plaza.
Allí me esperaba una cita de trabajo. Contra mi voluntad, no me gustan las plazas,
me rememoran pequeño, con dolor de
rodillas, un raspón justo abajo de la rótula, y arena, que inclemente se mezcla
a borbotones, y de nuevo, agua, salada, que se pierde como en un desierto
eterno, y allí despierto: no me gustan las plazas. Pero ahí me encuentro; Hay
acto, eso dicen, aunque mucho no escucho, preparo impávido mis afiches, y vaya
a saber que otra cosa cargo en el bolso. Hablamos, con muchas personas a la
vez, el clima, el trabajo hasta este punto del año; Risueñas sonrisas me
persiguen y las devuelvo, algunas con más sentido que otras. A las de
Antonella, siempre sinceras, En el verde, me previenen del olor desagradable
que me persigue en las plazas. A las de María, o las de Susana, a veces, hay
algo en ellas que no entiendo, pero que tampoco me animo a comentar. Y están
también las de Romina, (Romina), las que rara vez recibo, las que nunca
respondo. Ella, me devuelve ese mar salado, el olor a sangre. Y es ella la que
me recibe entre el gentío, con sus almendrados ojos apacibles y balbucea,
-
Allá te están esperando - mientras pasa gentilmente su mano sobre mi hombro, y
la descansa sobre mi estremecido antebrazo. No respondo, diligente hacia el
lugar señalado me dirijo. En el camino, mojo mis pies en dos charcos de agua,
involuntario, y de nuevo, arena, allí entre los dos paraísos y un cordón gris
perdido entre ellos, nadie me espera –ni ella, cuanto más lo desee- más que los
raspones bajo la rodilla, el gris, y un colectivo que no sé en que momento mojó
mis zapatos.
Cuadros
dentro de cuadros
-
Escapar de la cosa más simple – Me confesó, ya barbudo, amarillento y ajado
como un libro viejo – es la clave para poder escribir – hizo una pausa, y tomó
aire de nuevo – Cualquiera escribe sobre las cosas simples, sabes eso, me
imagino. Amor, odio y otros neceseres. Y no es casualidad esas palabras,
neceseres, necesidades, ¿Me explico?- Mi impavidez lo invitó a la preocupación,
creo, pero es que rara vez gesticulaba cuando hablaba, me parecía demasiado
pequeño cualquier intento de autodeterminación, incluso hasta el mínimo gesto,
al menos que sea algo que esperase. Prosiguió: - Neceseres, es ese compendio de
cosas que no pueden faltar para nuestra higiene personal, todo aquello que
mitiga nuestra naturaleza animal. Todo lo que tapa con un manto de templanza la
asquerosa humanidad nuestra. Y necesidad, cómo decirlo, las cosas que escribís,
este papel que ahora leo, con tu caligrafía más sentida, pero en esencia, lo
más simple que podría venir de un hombre, un canto al amor, otro al odio, otro
a esperanza, y que otro invento que ronda en millones de cerebros ilógicos-
Tosió con fuerza, varias veces. Usaba un pañuelo de lino, que teñido a partes
de rojo, escondía dentro de la húmeda oscuridad de su puño derecho. Volvió a
mirarme, apenas terminado el exabrupto, y continuo:- Las palabras no son
simples, ¿Entiendes?, son complejas, como la vida misma. No nacen de una
necesidad, sino de un pensamiento, una bella abstracción sin olores, ni colores
más que el de la palabra- En ese preciso momento fijó sus ojos vidriosos, sobre
mí, como queriendo inquirir sobre que mundo estaba navegando, sin saber que ni
yo donde estaba parado. Quizás, pensaba que estaba enfrente de él. Pero era muy
simple pensarlo así. Él en un estrado, y yo escuchando. Porque no tenía el tono
de una charla de café. Un café tendría color marrón, el de las maderas de la
mesa y del techo cernido sobre nosotros, y gris, quizás, difuminado en cada
adoquín perdido en la lejanía de un atardecer de otoño. Pero una idea es
compleja, lo repetí en voz alta:
-
Una idea es compleja.
Entonces
quizás era un estrado. Un estrado es complejo, y tiene colores blancos. Blancos
como el papel, y olor a tinta dactilográfica. Como la que desparramó de un
manotazo desde su estrado, y esta corriendo lentamente cayó sobre las mismas
palabras, que volando, entraron pidiendo permiso sobre el negro de mis ojos.
-
Entonces
una idea es compleja- prorrumpí haciendo eco entre cuatro paredes blancas –
pero es que estoy un poco confundido en esta tarde gris.
Tu
sonrisa
He
encontrado tu sonrisa, en el negro encapotado de una noche Febrero.
Tu
sonrisa, blanca como el marfil de las escaleras que retardaron mi espera. Las
escalé con primor, y prisa, levantando los pies a la altura debida, mirando
siempre al portón eléctrico, cargando las mismas flores verdes de a cincuenta o
de a cien que tanto amas en entresueños.
Sonrisa,
brillante, casi violácea, en el negro de la habitación, dulcemente cernida
entre maderas que rechinan en cada pedido amable.
Mugre
musical de estación, acompañan el pedido de amor, un abrazo de falsedad, el
cuanto es, y el espero que vuelvas; a encontrar mi sonrisa sobre vos, en el
capotado negro de cada noche de mi vida.
Espero que olvides mi nombre
1)
Pienso varias cosas a la vez. Sí,
varias. Es eso, nada más. Leo las líneas que me dejas, y lo primero que me
figuro es una impresión fuerte. De esas que te hacen doblar los dedos de los
pies dentro de las zapatillas. Y después el fulgor, a veces en forma de
recuerdo, a veces en un odio inédito. Tienen que pasar los primeros cinco
minutos para que pase esa impresión fuerte. Y en esos cinco miserables minutos,
pasan por mis ojos, vaciados de sentido, mil imágenes, Un dibujo en la arena;
Los vestidos floreados; Una sonrisa nerviosa, lágrimas que sólo pueden ser
sonrisas. Sólo cinco minutos para cambiarme el semblante, de estar en otra a
volver dentro de una que conozco. Ahí entra lo segundo, todo ese compendio de
cosas que recuerdo, que me obligan a lamentarme incluso cuando no tendría
porqué. Cuando no tendría porqué, esa es la última sensación; Desde el fondo de
la lengua, metálico, me aborda la cruda realidad, en mi más cruda imaginación;
De acá lamenta uno solo, alguien que se tomó, la estúpida molestia de no romper
otra puerta, y escribir estas líneas.
2)
Hoy sólo le preocupaba el
horario. De más estaba aclarar porqué. Con que lo sepa sólo para sí bastaba, y
resultaba siempre lo mismo: El mundo veía expectante, su sonrisa, Su andante
caminar, y cómo todo, cada uno intuía, desde el otro lado, lo que quisiese.
Nadie jamás acertaría; Nadie, y reía. Reía desenfrenadamente, y volvía a
mirarse al espejo que como siempre, colgaba inclinado de la pared del baño. Y
allí reflejaba su cuerpo, y la ropa que encajaba una vez más a la perfección.
Sonreía, de nuevo, mientras estiraba la mano al celular, escondido detrás de un
toallón por la humareda que levanta el baño nocturno. Lo abrió, mientras se
miraba al espejo una vez más.
Olvidó por un segundo que es lo
que iba a hacer, fue eso un segundo. Un segundo, enfrente de un sachet de
shampoo. Un sachet, azul, con una esquina blanca, sí ese mismo, que tanto
trabajo costaba abrir. Y abrir se lo pedía, y yo reía, porque él lo cortaba y
escupía el resto al aire cómo un guanaco. Siempre de la misma manera, lo tomaba
dulcemente, de las puntas, lo rompía y dejaba correr su contenido entre mis
manos. Yo solía tener el pelo largo en ese entonces, Y bueno, me lavaba
primero. Pero, pero después, sí, juntábamos la espuma entre nuestras manos y lo
enjuagaba riéndome entre el aire de ese bello abril.
Sus dedos escribían lentamente, y
su sonrisa se desdibujaba en ese segundo. Y sus dedos escribían: Hola, ¿Cómo
estas?
3)
Yacía a lo largo de las sábanas
verdes. Y disimulaba su alegría. Amenguaba su felicidad vislumbrar las sombras
de proximidad perdidas en la humareda del baño nocturno, del reflejo débil, de ella, peinándose a pasos de
la cama. Prendió la televisión, buscó, en la letanía del gris umbral, algo para
ver.
1)
Sonaba, en la oscuridad, en la
lejanía, ese pequeño aparato, luminoso y gris
"no sabes cómo extraño mi alma
(...)
Espero que te olvides mi nombre,
Espero que las llamas del alma
traigan un rumbo a mi vida,
Espero sólo espero tu nombre,
sobre mi nombre este día"
Me alejé sin poder contestar.
Ojala,
migajas.
Ojala
pudiera describir algo de lo que siento, ojala. Pero es que en cada fragor de
palabras, siempre salen las mismas pequeñas migajas del mismo bolsillo: las
mismas formas cuadradas que no encajan más que al fondo de la tela de un
bolsillo, algunas más blandas quizás, esas que podes redondear con las yemas de
los dedos; otras irreversiblemente pinchan. Desde hace unos meses mi lengua es
migajas, mi tinta también. A veces puedo sentir como vibran condimentando las
palabras, siento algo distinto, un dulce aroma a mar, a un tema de Spinetta
perdido en algún rincón de mi memoria. Otros no siento nada, o mejor si lo
siento, siento como pinchan y resecan mis labios, o se resisten a salir y
redondean mi boca, guardándose debajo de la lengua, o incluso tras una llaga en
la garganta. Y así pasan los días, como hoy, sentado frente a la computadora
una vez más, esperando vaya a saber qué cosa. Sí, eso de intentar describir lo
que siento, y ojala migajas,
Eso
mismo que hago,
Pero
cada vez que leo, siento que repito lo mismo.
Que
las migajas duras se llaman de tu nombre, visten floreado, y continúan su vida
como si el vendaval de tristeza más fuerte fuese una brisa de verano.
Que
otras migas duras se llaman de tu nombre, y aunque hayas descansado en su
regazo durante años, jamás dirán perdón aunque repitan sus escapadas, buscando
el fulgor de un dulce amante al que le pondrías el mote de padre para presentármelo
como tantos otros, y soñarías que tu felicidad en este mundo es lo único que
cuenta.
Y
ojala pudiera describir algo de lo que siento, ojala, pero es que en cada
fragor de palabras, siempre salen las mismas migajas.
Las
que caen blandas visten mi sonrisa, desean amor, lloran tristeza, y se
esperanzan incluso en la más desmedida tragedia.
Y
realmente no sé que siento, si estas letras bailan en mi lengua, o se esconden
detrás de mi garganta, o entre la mía y la de tu boca fácil que seca mi idiotez
temporal.
Y
realmente no lo sé, ni siquiera, si lo que escribo tiene sentido.
Nada
más que mi bolsillo sigue igual de lleno, de pequeñas migajas que entre hoy y
mañana no se irán.
Pensar, en nada
Se pensaba, todavía se pensaba, pero
pensar justo ahora era extraño, raro,
Las tardecitas de los martes eran
iguales hace un tiempo. Y su sonrisa no lo
Atípico. Pero pensaba, y sin embargo
no dejaba de moverse. Se doblaba
Dejaba decir lo contrario. Salir del
trabajo, exactamente a las tres de la tarde
Virtuosamente, quien diría, una y
otra vez, repetitivamente, tomando de a
Ir, hasta el cajero, inmerso en gris
de cuatro cuadras grises (desde que comienza
Bocanadas el aire, que, ingresaba
lento sobre cada inspiración bajando, suave
El depósito hasta la arboleda de
verdes y frondosos pinos, donde termina, todo
Hasta el diafragma. Y de allí,
viajaba entre sus comisuras, inflando de a ratos
Es gris). Luego, marcar los últimos
cuatro del documento, digitar cien, y tocar
Sus mejillas, dibujando una sonrisa
entre esos dientes perfectos. Y de allí, quizás
Los cien con las yemas de los dedos,
al son de un suspiro, el de siempre, el de
Hasta la punta de sus pies,
constreñidos cada uno de sus dedos sobre su planta,
Me revientan nueve horas seguidas.
Tomo siempre el 203, siempre el mismo,
Escondidos bajo la áspera brisa del
lino verde, que se pierde inmutable bajo el
Un coche amarillo, golpeado por vaya
a saber cuantos años; la cara,
Pino despintado y ruidoso del lecho.
Pero todavía se pensaba, y pensar era
Indiferente, del pelado con el
tatuaje chino en el cuello, que aparenta no
Extraño, a la par de sentir su
cuerpo volar en cada beso, que escondían sus
Reconocerme después de viajar
durante tres años en el mismo lugar. Mi lugar,
Labios sobre cada encuentro
postergado; sobre el hecho de compartir cada tarde
Es un cómodo asiento, con la base
desencajada, que da a la ventanilla, justo en
Al lado suyo e inmutarse de ese
estremecimiento perdido entre cada uña de sus
La mitad del colectivo. Suelo mirar
el paisaje entre sueños, quizás rescato un
Dedos, que escondía, en una nerviosa
risa, o tapada de boca, o mirada furtiva
verde, o muchos grises y algún
amarillo siempre, de alguna calle recién pintada.
hacia algún punto muerto entre las
esquinas del gris de cada baldosa de aquella
Bajo, siempre en San miguel, con una
breve pasada en la panadería, ambas
Reluciente aula, prístina, y casi
brillante. Pero en que pensaba, y ahí olvidaba
Aman la torta de ricota, y por eso
la tardecita del martes es la tardecita. Otro
Que era, a medida que su rostro
enrojecía, levemente, al ritmo de cada suspiro.
Colectivo luego, y de allí hasta
Irigoin y Gaspar Campos. Y de allí unas cuadras
Pero en que pensaba, sólo pensaba.
Pensaba, en sus labios, abiertos de par en
Más, pesadísimas, encerradas en las
puntas de acero de mis botines, y la
Par, y allí el negro opaco del final
de su gélida lengua, perdida en el gris de la
Grasa que chorrea la camisa blanca.
Mis manos impávidas llegan antes que
Tarde. Y de allí, gris, de la puerta
de la que cuelga un 203 sin un cero, el de las
Nadie a tocar las rejas azules,
perdidas entre marrón polvoriento y algunos
Esquinas cernidas sobre cada pared;
el de un Jean gris, que resuena levemente
Arbustos de estación que Alicia
cuida con ahínco de la negrura y avidez
El eco de un celular, y dentro las
palabras digitales esperando entre el vaho de
Primaveral de la boca de arenita.
Con sus ojos me invita al cremoso piso
Cada suspiro, un hola como estas, un
te espero en tu casa, hoy hicimos de
Marrón; Marrón la mesa sobre el
oscuro de la cacerola, el relleno para
Comer con Alicia. E intentaba,
pensar, en algo, quería pensarlo, decirlo, mirarte
Empanadas, y mi palma asiendo el
celular, negro: ¿Dónde estas?, Con Alicia
Comer, dormir o amar. Y vacío, sobre
él, me pensaba, nos pensaba, te pensaba
Hicimos de comer. Y en la soledad del
reloj de pared (te esperaba) intentando
No quería que me salga nada, no me
salía nada más que pensar en nada
Nada, más que pensar en nada.
Postludio
Caía,
redonda, casi transparente, casi. Y se disimulaba en miles de formas, a veces
entraba dentro de una mejilla, haciendo contraste entre el gris y un rosado con
gamas de negro; Otras se vertía adentro de una comisura, perdiéndose en un mar
tornasolado de rojo, naranja, negro, y transparente también.
Pero
no importa la forma siempre se perdía.
Siempre,
en el fondo de un recuerdo, en el surco de una mueca de odio, en el amargo de
una lengua metálica.
Siempre.
Y
entonces, otra vez al comienzo; humedad, un cuadro dentro de otro cuadro,
esperando que olvides mi nombre, o bien, pensando en nada: más que en el final,
un recomienzo sin palabras, un recuerdo con estas.
Siempre,
se pierde; Siempre en un recuerdo, siempre un desfiladero.