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jueves, 26 de abril de 2012

Cuentos al fondo del desfiladero de los recuerdos


Humedad

U
na brisa de otoño corría por los páramos de aquella esquina gris, que de mis ojos brotaba y se extendía, hasta vaya saber que calle. Realmente jamás fui muy bueno con los nombres, menos hoy. Vacilé antes de subir al 53, no por la cantidad de gente, era de esperarse que un viernes a esa hora no consiguiera asiento, ni los de adelante, que siempre los dejan libres, para que yo los tome y a los segundos los pierda. Era el gris. Mi propio gris, el de la esquina, el de mi remera, el del asfalto que a medida que llegaba a mis pies, el agua mediante de un balde que a metros desparramaba la rubia de la Colchonería, el de mi ojos que se perdían a través de un fino cordón de la calle, que despintado subía hasta perderse en un recoveco entre dos paraísos, y allí más agua.
La misma agua de dos días, que pisé con ahínco a medida que a paso  apresurado me acercaba, una vez más como todos los viernes a la plaza. Allí me esperaba una cita de trabajo. Contra mi voluntad, no me gustan las plazas, me rememoran pequeño, con  dolor de rodillas, un raspón justo abajo de la rótula, y arena, que inclemente se mezcla a borbotones, y de nuevo, agua, salada, que se pierde como en un desierto eterno, y allí despierto: no me gustan las plazas. Pero ahí me encuentro; Hay acto, eso dicen, aunque mucho no escucho, preparo impávido mis afiches, y vaya a saber que otra cosa cargo en el bolso. Hablamos, con muchas personas a la vez, el clima, el trabajo hasta este punto del año; Risueñas sonrisas me persiguen y las devuelvo, algunas con más sentido que otras. A las de Antonella, siempre sinceras, En el verde, me previenen del olor desagradable que me persigue en las plazas. A las de María, o las de Susana, a veces, hay algo en ellas que no entiendo, pero que tampoco me animo a comentar. Y están también las de Romina, (Romina), las que rara vez recibo, las que nunca respondo. Ella, me devuelve ese mar salado, el olor a sangre. Y es ella la que me recibe entre el gentío, con sus almendrados ojos apacibles y balbucea,
- Allá te están esperando - mientras pasa gentilmente su mano sobre mi hombro, y la descansa sobre mi estremecido antebrazo. No respondo, diligente hacia el lugar señalado me dirijo. En el camino, mojo mis pies en dos charcos de agua, involuntario, y de nuevo, arena, allí entre los dos paraísos y un cordón gris perdido entre ellos, nadie me espera –ni ella, cuanto más lo desee- más que los raspones bajo la rodilla, el gris, y un colectivo que no sé en que momento mojó mis zapatos.









Cuadros dentro de cuadros

- Escapar de la cosa más simple – Me confesó, ya barbudo, amarillento y ajado como un libro viejo – es la clave para poder escribir – hizo una pausa, y tomó aire de nuevo – Cualquiera escribe sobre las cosas simples, sabes eso, me imagino. Amor, odio y otros neceseres. Y no es casualidad esas palabras, neceseres, necesidades, ¿Me explico?- Mi impavidez lo invitó a la preocupación, creo, pero es que rara vez gesticulaba cuando hablaba, me parecía demasiado pequeño cualquier intento de autodeterminación, incluso hasta el mínimo gesto, al menos que sea algo que esperase. Prosiguió: - Neceseres, es ese compendio de cosas que no pueden faltar para nuestra higiene personal, todo aquello que mitiga nuestra naturaleza animal. Todo lo que tapa con un manto de templanza la asquerosa humanidad nuestra. Y necesidad, cómo decirlo, las cosas que escribís, este papel que ahora leo, con tu caligrafía más sentida, pero en esencia, lo más simple que podría venir de un hombre, un canto al amor, otro al odio, otro a esperanza, y que otro invento que ronda en millones de cerebros ilógicos- Tosió con fuerza, varias veces. Usaba un pañuelo de lino, que teñido a partes de rojo, escondía dentro de la húmeda oscuridad de su puño derecho. Volvió a mirarme, apenas terminado el exabrupto, y continuo:- Las palabras no son simples, ¿Entiendes?, son complejas, como la vida misma. No nacen de una necesidad, sino de un pensamiento, una bella abstracción sin olores, ni colores más que el de la palabra- En ese preciso momento fijó sus ojos vidriosos, sobre mí, como queriendo inquirir sobre que mundo estaba navegando, sin saber que ni yo donde estaba parado. Quizás, pensaba que estaba enfrente de él. Pero era muy simple pensarlo así. Él en un estrado, y yo escuchando. Porque no tenía el tono de una charla de café. Un café tendría color marrón, el de las maderas de la mesa y del techo cernido sobre nosotros, y gris, quizás, difuminado en cada adoquín perdido en la lejanía de un atardecer de otoño. Pero una idea es compleja, lo repetí en voz alta:
- Una idea es compleja.
Entonces quizás era un estrado. Un estrado es complejo, y tiene colores blancos. Blancos como el papel, y olor a tinta dactilográfica. Como la que desparramó de un manotazo desde su estrado, y esta corriendo lentamente cayó sobre las mismas palabras, que volando, entraron pidiendo permiso sobre el negro de mis ojos.
-          Entonces una idea es compleja- prorrumpí haciendo eco entre cuatro paredes blancas – pero es que estoy un poco confundido en esta tarde gris.








Tu sonrisa

He encontrado tu sonrisa, en el negro encapotado de una noche Febrero.
Tu sonrisa, blanca como el marfil de las escaleras que retardaron mi espera. Las escalé con primor, y prisa, levantando los pies a la altura debida, mirando siempre al portón eléctrico, cargando las mismas flores verdes de a cincuenta o de a cien que tanto amas en entresueños.
Sonrisa, brillante, casi violácea, en el negro de la habitación, dulcemente cernida entre maderas que rechinan en cada pedido amable.
Mugre musical de estación, acompañan el pedido de amor, un abrazo de falsedad, el cuanto es, y el espero que vuelvas; a encontrar mi sonrisa sobre vos, en el capotado negro de cada noche de mi vida.








Espero que olvides mi nombre

1)
Pienso varias cosas a la vez. Sí, varias. Es eso, nada más. Leo las líneas que me dejas, y lo primero que me figuro es una impresión fuerte. De esas que te hacen doblar los dedos de los pies dentro de las zapatillas. Y después el fulgor, a veces en forma de recuerdo, a veces en un odio inédito. Tienen que pasar los primeros cinco minutos para que pase esa impresión fuerte. Y en esos cinco miserables minutos, pasan por mis ojos, vaciados de sentido, mil imágenes, Un dibujo en la arena; Los vestidos floreados; Una sonrisa nerviosa, lágrimas que sólo pueden ser sonrisas. Sólo cinco minutos para cambiarme el semblante, de estar en otra a volver dentro de una que conozco. Ahí entra lo segundo, todo ese compendio de cosas que recuerdo, que me obligan a lamentarme incluso cuando no tendría porqué. Cuando no tendría porqué, esa es la última sensación; Desde el fondo de la lengua, metálico, me aborda la cruda realidad, en mi más cruda imaginación; De acá lamenta uno solo, alguien que se tomó, la estúpida molestia de no romper otra puerta, y escribir estas líneas.
2)
Hoy sólo le preocupaba el horario. De más estaba aclarar porqué. Con que lo sepa sólo para sí bastaba, y resultaba siempre lo mismo: El mundo veía expectante, su sonrisa, Su andante caminar, y cómo todo, cada uno intuía, desde el otro lado, lo que quisiese. Nadie jamás acertaría; Nadie, y reía. Reía desenfrenadamente, y volvía a mirarse al espejo que como siempre, colgaba inclinado de la pared del baño. Y allí reflejaba su cuerpo, y la ropa que encajaba una vez más a la perfección. Sonreía, de nuevo, mientras estiraba la mano al celular, escondido detrás de un toallón por la humareda que levanta el baño nocturno. Lo abrió, mientras se miraba al espejo una vez más.
Olvidó por un segundo que es lo que iba a hacer, fue eso un segundo. Un segundo, enfrente de un sachet de shampoo. Un sachet, azul, con una esquina blanca, sí ese mismo, que tanto trabajo costaba abrir. Y abrir se lo pedía, y yo reía, porque él lo cortaba y escupía el resto al aire cómo un guanaco. Siempre de la misma manera, lo tomaba dulcemente, de las puntas, lo rompía y dejaba correr su contenido entre mis manos. Yo solía tener el pelo largo en ese entonces, Y bueno, me lavaba primero. Pero, pero después, sí, juntábamos la espuma entre nuestras manos y lo enjuagaba riéndome entre el aire de ese bello abril.
Sus dedos escribían lentamente, y su sonrisa se desdibujaba en ese segundo. Y sus dedos escribían: Hola, ¿Cómo estas?

3)
Yacía a lo largo de las sábanas verdes. Y disimulaba su alegría. Amenguaba su felicidad vislumbrar las sombras de proximidad perdidas en la humareda del baño nocturno, del  reflejo débil, de ella, peinándose a pasos de la cama. Prendió la televisión, buscó, en la letanía del gris umbral, algo para ver.

1)
Sonaba, en la oscuridad, en la lejanía, ese pequeño aparato, luminoso y gris
"no sabes cómo extraño mi alma (...)
Espero que te olvides mi nombre,
Espero que las llamas del alma traigan un rumbo a mi vida,
Espero sólo espero tu nombre, sobre mi nombre este día"

Me alejé sin poder contestar.





Ojala, migajas.

Ojala pudiera describir algo de lo que siento, ojala. Pero es que en cada fragor de palabras, siempre salen las mismas pequeñas migajas del mismo bolsillo: las mismas formas cuadradas que no encajan más que al fondo de la tela de un bolsillo, algunas más blandas quizás, esas que podes redondear con las yemas de los dedos; otras irreversiblemente pinchan. Desde hace unos meses mi lengua es migajas, mi tinta también. A veces puedo sentir como vibran condimentando las palabras, siento algo distinto, un dulce aroma a mar, a un tema de Spinetta perdido en algún rincón de mi memoria. Otros no siento nada, o mejor si lo siento, siento como pinchan y resecan mis labios, o se resisten a salir y redondean mi boca, guardándose debajo de la lengua, o incluso tras una llaga en la garganta. Y así pasan los días, como hoy, sentado frente a la computadora una vez más, esperando vaya a saber qué cosa. Sí, eso de intentar describir lo que siento, y ojala migajas,
Eso mismo que hago,
Pero cada vez que leo, siento que repito lo mismo.
Que las migajas duras se llaman de tu nombre, visten floreado, y continúan su vida como si el vendaval de tristeza más fuerte fuese una brisa de verano.
Que otras migas duras se llaman de tu nombre, y aunque hayas descansado en su regazo durante años, jamás dirán perdón aunque repitan sus escapadas, buscando el fulgor de un dulce amante al que le pondrías el mote de padre para presentármelo como tantos otros, y soñarías que tu felicidad en este mundo es lo único que cuenta.
Y ojala pudiera describir algo de lo que siento, ojala, pero es que en cada fragor de palabras, siempre salen las mismas migajas.
Las que caen blandas visten mi sonrisa, desean amor, lloran tristeza, y se esperanzan incluso en la más desmedida tragedia.
Y realmente no sé que siento, si estas letras bailan en mi lengua, o se esconden detrás de mi garganta, o entre la mía y la de tu boca fácil que seca mi idiotez temporal.

Y realmente no lo sé, ni siquiera, si lo que escribo tiene sentido.
Nada más que mi bolsillo sigue igual de lleno, de pequeñas migajas que entre hoy y mañana no se irán.








Pensar, en nada

Se pensaba, todavía se pensaba, pero pensar justo ahora era extraño, raro,
Las tardecitas de los martes eran iguales hace un tiempo. Y su sonrisa no lo
Atípico. Pero pensaba, y sin embargo no dejaba de moverse. Se doblaba
Dejaba decir lo contrario. Salir del trabajo, exactamente a las tres de la tarde
Virtuosamente, quien diría, una y otra vez, repetitivamente, tomando de a
Ir, hasta el cajero, inmerso en gris de cuatro cuadras grises (desde que comienza
Bocanadas el aire, que, ingresaba lento sobre cada inspiración bajando, suave
El depósito hasta la arboleda de verdes y frondosos pinos, donde termina, todo
Hasta el diafragma. Y de allí, viajaba entre sus comisuras, inflando de a ratos
Es gris). Luego, marcar los últimos cuatro del documento, digitar cien, y tocar
Sus mejillas, dibujando una sonrisa entre esos dientes perfectos. Y de allí, quizás
Los cien con las yemas de los dedos, al son de un suspiro, el de siempre, el de
Hasta la punta de sus pies, constreñidos cada uno de sus dedos sobre su planta,
Me revientan nueve horas seguidas. Tomo siempre el 203, siempre el mismo,
Escondidos bajo la áspera brisa del lino verde, que se pierde inmutable bajo el
Un coche amarillo, golpeado por vaya a saber cuantos años; la cara,
Pino despintado y ruidoso del lecho. Pero todavía se pensaba, y pensar era
Indiferente, del pelado con el tatuaje chino en el cuello, que aparenta no
Extraño, a la par de sentir su cuerpo volar en cada beso, que escondían sus
Reconocerme después de viajar durante tres años en el mismo lugar. Mi lugar,
Labios sobre cada encuentro postergado; sobre el hecho de compartir cada tarde
Es un cómodo asiento, con la base desencajada, que da a la ventanilla, justo en
Al lado suyo e inmutarse de ese estremecimiento perdido entre cada uña de sus
La mitad del colectivo. Suelo mirar el paisaje entre sueños, quizás rescato un
Dedos, que escondía, en una nerviosa risa, o tapada de boca, o mirada furtiva
verde, o muchos grises y algún amarillo siempre, de alguna calle recién pintada.
hacia algún punto muerto entre las esquinas del gris de cada baldosa de aquella
Bajo, siempre en San miguel, con una breve pasada en la panadería, ambas
Reluciente aula, prístina, y casi brillante. Pero en que pensaba, y ahí olvidaba
Aman la torta de ricota, y por eso la tardecita del martes es la tardecita. Otro
Que era, a medida que su rostro enrojecía, levemente, al ritmo de cada suspiro.
Colectivo luego, y de allí hasta Irigoin y Gaspar Campos. Y de allí unas cuadras
Pero en que pensaba, sólo pensaba. Pensaba, en sus labios, abiertos de par en
Más, pesadísimas, encerradas en las puntas de acero de mis botines, y la
Par, y allí el negro opaco del final de su gélida lengua, perdida en el gris de la
Grasa que chorrea la camisa blanca. Mis manos impávidas llegan antes que
Tarde. Y de allí, gris, de la puerta de la que cuelga un 203 sin un cero, el de las
Nadie a tocar las rejas azules, perdidas entre marrón polvoriento y algunos
Esquinas cernidas sobre cada pared; el de un Jean gris, que resuena levemente
Arbustos de estación que Alicia cuida con ahínco de la negrura y avidez
El eco de un celular, y dentro las palabras digitales esperando entre el vaho de
Primaveral de la boca de arenita. Con sus ojos me invita al cremoso piso
Cada suspiro, un hola como estas, un te espero en tu casa, hoy hicimos de
Marrón; Marrón la mesa sobre el oscuro de la cacerola, el relleno para
Comer con Alicia. E intentaba, pensar, en algo, quería pensarlo, decirlo, mirarte
Empanadas, y mi palma asiendo el celular, negro: ¿Dónde estas?, Con Alicia
Comer, dormir o amar. Y vacío, sobre él, me pensaba, nos pensaba, te pensaba
Hicimos de comer. Y en la soledad del reloj de pared (te esperaba) intentando
No quería que me salga nada, no me salía nada más que pensar en nada
Nada, más que pensar en nada.








Postludio
Caía, redonda, casi transparente, casi. Y se disimulaba en miles de formas, a veces entraba dentro de una mejilla, haciendo contraste entre el gris y un rosado con gamas de negro; Otras se vertía adentro de una comisura, perdiéndose en un mar tornasolado de rojo, naranja, negro, y transparente también.
Pero no importa la forma siempre se perdía.
Siempre, en el fondo de un recuerdo, en el surco de una mueca de odio, en el amargo de una lengua metálica.
Siempre.
Y entonces, otra vez al comienzo; humedad, un cuadro dentro de otro cuadro, esperando que olvides mi nombre, o bien, pensando en nada: más que en el final, un recomienzo sin palabras, un recuerdo con estas.
Siempre, se pierde; Siempre en un recuerdo, siempre un desfiladero.

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