Iniciado el reloj de arena, el nuevo ídolo aproxima su nariz afuera de la alacena de fino roble, que, ubicada, cuidadosamente entre un aparador de roble, y una heladera de vaya a saber qué año, lo escondía prometedoramente de los ojos que cruzados de pares apuntaban a algún culpable. Naturalmente el escondido era él,
y no quedaba otra, también que pensar que era él.
Son así de extrañas esas casualidades, cuando un cúmulo de miradas se juntan, es de esperarse que es para algo, es decir,
todos entienden qué es para algo. Pasa lo mismo si uno solo ve, todos los del alrededor suponen qué es por algo.
y no quedaba otra, también que pensar que era él.
Son así de extrañas esas casualidades, cuando un cúmulo de miradas se juntan, es de esperarse que es para algo, es decir,
todos entienden qué es para algo. Pasa lo mismo si uno solo ve, todos los del alrededor suponen qué es por algo.
Cree, su nariz lo percibe, que nadie cuestionaría lo que el otro hace, en tanto en lo que hace no se sienta solo.
Parece irremediable entonces, que en este choque, aún así en algo tan normal cómo decir quién soy, deba, ese prometedor dios de lo chabacano y mundano de este planeta, sentir, aunque más no sea por unos segundos, hasta el deslumbre con sus actos, el dolor de todos esos pares oculares, que a veces comparten no encontrar seguido lo que buscan.
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